viernes, 4 de agosto de 2017

Comentario a las lecturas del Domingo XVIII del Tiempo Ordinario La Transfiguración del Señor 6 de agosto de 2017

Hoy, en lugar del domingo, celebramos una fiesta antigua, venerable, que todos los años tiene lugar el 6 de agosto: la fiesta de la Transfiguración, que en algunos lugares se conoce también como la fiesta del Salvador. Se trata de recordar aquel momento glorioso en que tres discípulos tuvieron ocasión de ver al Señor resplandeciente, momento que ellos ya nunca más olvidarían. San Pedro, ya muy anciano, así lo recuerda en la segunda carta de hoy: "Esta voz traída del cielo la oímos nosotros estando con él en la montaña sagrada".
Transfiguración o metamorfosis, un lenguaje paulino (17, 2). Metemorfothê, en forma pasiva, en el sentido de “fue trans-figurado” por Dios (de metamorfo,w, metamorfosis), tomando una apariencia distinta, y mostrando así su realidad profunda. Esa transformación ilumina y desvela la verdad profunda del Cristo que, según el himno de Flp 2, 6-11, existiendo en la forma o morfe de Dios (en morphe theou), tomó la forma de siervo, haciéndose como nosotros, para entregar de esa manera su vida hasta la muerte y muerte de Cruz.
La Transfiguración confirmó la fe de los apóstoles y fue para ellos la luz, les ayudó a continuar viviendo la alegría y la luz de la fe.
Sintámonos hoy unidos, de forma muy especial, a nuestros hermanos de la Iglesia ortodoxa, con quienes compartimos la luminosidad de esta fiesta. Ellos la celebran muy solemnemente. Este recuerdo nos mueve a rezar para que, muy pronto, podamos compartir con ellos el Pan sagrado y el Cáliz de la salvación.
 
La primera lectura es  de la profecía de Daniel ( Dn. 7, 9-10.13-14 ) que nos  habla de la sucesión de diversos imperios en el devenir histórico bajo el símbolo de cuatro bestias que salen del mar, fuerza caótica y morada de seres hostiles a la divinidad.
 Según la concepción mítica, el océano del que surgen las bestias es morada de potencias hostiles a la divinidad. Y de esta concepción mítica se hace eco la Biblia para presentarnos el mar como algo hostil, caótico... del que surgen las cuatro bestias que representan cuatro imperios. El león alado es Nabucodonosor, monarca de Babilonia (cfr. cap. 2): cortadas las alas de su soberbia puede razonar, comportarse como hombre. El oso, medio erguido, representa a Media, animal feroz siempre dispuesto a atacar y nunca satisfecho. El leopardo o pantera, con cuatro cabezas y cuatro alas, simboliza al imperio persa con su gran agilidad para apoderarse de todo el mundo. La cuarta fiera no es identificable, pero es más feroz que las demás. Los dientes de hierro pueden hacer alusión a Alejando Magno y al imperio griego; los diez cuernos aludirían a los sucesores de Alejandro y el cuerno más pequeño sería el perverso Antíoco, quien vence a los otros tres cuernos para hacerse con el poder.
Las cuatro fieras se suceden en la historia, pero no han sido capaces de mejorar a la humanidad. Por eso es necesario un juicio universal. El anciano es el mismo Dios, con un vestido blanco como símbolo de victoria y de poder; el fuego que de él brota ejecuta la sentencia, sentándose sobre un trono (=tribunal) para juzgar a la vez a todas las potencias de nuestra historia. Por su gran perversidad la última bestia es consumida por el fuego, a las otras tres se les arrebata el poder, pero pueden continuar existiendo.
En los vs. 13-14 aparece  "una especie de hombre”. El simbolismo del hombre se opone aquí al de los monstruos que le han precedido: su venida entre las nubes lo sitúa en un contexto de divinidad. Tenemos aquí una influencia clara de las teofanías del AT en las que Dios aparece en la nube (cf Ex 34, 6; Lev 16, 2; Num 11, 25). La tradición judía posterior lo identificará con el mesías (Parábolas de Enoc, 46), lo que se justifica en un contexto cultural en el que todo grupo se incorpora, de alguna manera, a su jefe. La liturgia, en la misma línea, ve en este Hombre a aquel, que constituye la esperanza del creyente.
 
El  responsorial es el salmo 96, (Sal 96, 1-2. 5-6. 9). Es un salmo escatológico que respira el espíritu del pos exilio. La majestuosa teofanía y el poder de Yahvé llega a los cuatro ángulos de la tierra. Las imágenes teofánicas de tempestad, volcán y terremoto se resuelven en los cielos, pregoneros de la justicia divina. Dios viene para juzgar. Así lo perciben las gentes. Para su pueblo, sin embargo, que ha permanecido fiel en la tierra, la venida de Dios señala un día de júbilo. Es un día festivo en Sión y en Judá por el Rey que viene. La gratitud de la muchedumbre se articula en expresiones gozosas, con las que se saluda el advenimiento del Reino, y cierran el salmo.
 La estructura del salmo es simple: una primera parte, introducida y concluida por una aclamación, presenta la teofanía de YHWH (vv. 1-6), mientras que la segunda parte describe sus efectos sobre los ídolos y los idólatras y sobre los fieles exhortados a la rectitud, a la alegría, a la acción de gracias.
((v. 1) Comienza el salmo sin introducción, aclamando el título real de Dios, en un horizonte cósmico.El salmista describe cómo irrumpe en la escena del mundo el gran Rey, “ el señor reina, altísimo sobre toda la tierra”. Su entrada en escena hace que se estremezca toda la creación. La tierra exulta en todos los lugares, incluidas las islas, consideradas como el área más remota (cf. Sal 96, 1).
(vv. 2-5) Describe la teofanía o aparición de Dios con majestad y poder. Dios viene como soberano, sentado en el trono gestatorio que portan justicia y Derecho, cubierto de un dosel de Tiniebla y Nube. Su poder se manifiesta en la tormenta y en una erupción volcánica. Esta teofanía se evoca poéticamente en el culto.
Los montes, que encarnan las realidades más antiguas y sólidas según la cosmología bíblica, se derriten como cera (cf. v. 5), como ya cantaba el profeta Miqueas:  "He aquí que el Señor sale de su morada (...). Debajo de él los montes se derriten, y los valles se hienden, como la cera al fuego" (Mi 1, 3-4). En los cielos resuenan himnos angélicos que exaltan la justicia, es decir, la obra de salvación realizada por el Señor en favor de los justos. Por último, la humanidad entera contempla la manifestación de la gloria divina, o sea, de la realidad misteriosa de Dios (cf. Sal 96, 6). (v 6) Los cielos se hacen pregoneros del Señor. Su venida es para administrar justicia:
Después de la teofanía del Señor del universo, este salmo describe dos tipos de reacción ante el gran Rey y su entrada en la historia. (vv. 7-9) por eso las reacciones son opuestas. Los idólatras quedan avergonzados en la presencia del verdadero Dios. Pero Sión, la ciudad escogida, y las demás ciudades de Judá se alegran de las «sentencias» del Señor.
Asi el texto propuesto como lectura litúrgica presenta como los justos asisten jubilosos al juicio divino que elimina la mentira y la falsa religiosidad, fuentes de miseria moral y de esclavitud. Entonan una profesión de fe luminosa:  "tú eres, Señor, altísimo sobre toda la tierra, encumbrado sobre todos los dioses" (v. 9).
El reino de Dios es fuente de paz y de serenidad, y destruye el imperio de las tinieblas.
 
 
La segunda lectura es de la segunda carta del apóstol San Pedro (2 P 1, 16-19) Es el último libro del Nuevo Testamento, fue compuesto, con bastante probabilidad, después del año 100. Las palabras sobre la transfiguración que aparecen en esta perícopa parece que son una reflexión compuesta por el autor del escrito para motivar la fe de los lectores. Quizá tenga como base la misma narración sinóptica de la Transfiguración, conocida ya en este tiempo final del siglo primero o comienzos del segundo.
La 2P tiene como intención el salir al paso de una serie de teorías religiosas que los "impíos" (2, 1) van infiltrando en la comunidad. Quiere mantener la pureza de la fe en un tiempo de prueba. Para ello emplea numerosas construcciones y situaciones de apocalipsis. Con un lenguaje plástico el autor se identifica con Pedro el apóstol (probablemente la carta es posterior) y recuerda lo esencial de la fe. De ahí que, concretamente, quiere dejar en claro que la gloria de Jesús, su ser salvador, no se basa absolutamente en no sé qué genealogías interminables, tal como parece postular la gnosis cristiano-judía, sino en el poder y amor mismo de Dios. La historia de Jesús no es una historia mitológica sino salvífica.
Este momento culmen y especial de revelación del que habla el autor parece referirse al hecho de la transfiguración. Allí Jesús recibió el testimonio más fuerte de su filiación divina. Para la 2 Pe la filiación no es solamente una gracia, sino algo propio y lo más puro de la fe, lo más hondo de la revelación. Celebrando la gloria de Jesús, el creyente celebra su propia gloria.
En cuanto a su contenido, va a uno de los puntos básicos de la transfiguración: manifestación de la gloria de Cristo, confirmación de la fe que ha de prestarse a El, sólo a El y no a ninguna de las doctrinas "nuevas" que amenazan al Evangelio.
Es importante el recuerdo del testimonio apostólico. Pasados los primeros entusiasmos, el desencanto hizo su aparición en las primitivas comunidades cristianas. Una de las fuentes de este desencanto fue el retraso de la parusía. En ambientes no cristianos, parusía era el término empleado para designar la visita de los dioses o del emperador. Pablo cristianizó el término refiriéndolo a la visita o venida gloriosa de Cristo.
Al retrasarse esta venida, empezó a correrse la voz de que tal venida era un cuento, una invención fraudulenta. A estas voces sale al paso la segunda carta de Pedro, exhortando a los creyentes a mantenerse firmes en la esperanza escatológica. Para garantizar la seguridad de la esperanza cristiana, el autor de la carta aduce dos tipos de pruebas: la transfiguración de Jesús (vs. 16-18) y el Antiguo Testamento (v. 19).
 
aleluya mt. 17, 5c
este es mi hijo, mi predilecto. escuchadlo.
 
El evangelio de San Mateo (Mt 17, 1-9) presenta el  episodio de la transfiguración. Este relato con sus  diversos detalles  (el vocabulario, las imágenes, las referencias al Antiguo Testamento) demuestra que pertenece al género epifánico-apocalíptico; intenta ser una revelación dirigida a los discípulos, revelación que tiene como objeto el significado profundo y escondido de la persona de Jesús y de su "camino".
En este camino de entrega en el que se ha situado ya en 16, 21, Jesús muestra en la montaña, su rostro verdadero de Dios. Eso significa que la cruz forma parte del camino y verdad de Dios (cf. 17, 5); de manera que Jesús se ha transfigurado, para que nosotros podamos transfigurarnos con él (metamorfou,meqa, 2 Cor 3,18) reproduciendo en nosotros su imagen. Éste es, pues, un lenguaje paulino (de la iglesia antigua), que ha visto en Jesús al mismo Dios en morfh/| o forma humana .
Conforme al pensamiento antiguo, la forma o morphê no es una simple apariencia externa (objeto de una visión imaginativa ilusoria), sino la verdad o la realidad más honda (como si dijéramos el “alma” de una realidad). Esta visión de la mor`hê que es la forma o esencia de la realidad ha sido desarrollada por el pensamiento griego, extendido de forma universal por todo el oriente (incluso en el área israelita). En esa línea, la morfé es la realidad esencial, como ha puesto de relieve todo el hile-morfismo, con sus diversas maneras de entender la relación entre materia (visibilidad) y forma (esencia). En esa línea, la transfiguración es una meta-morfosis, el descubrimiento de la forma profunda de la realidad de Jesús, precisamente en el camino que lleva hacia Jerusalén. Jesús no es divino sólo al final (resurrección), sino en el mismo camino que le lleva a Jerusalén, como supone el himno de Flp 2, 6-11.
Como el sol, como la luz. Cristo icono de Dios (17, 2). San Mateo, precisa los rasgos de las transfiguración de un modo muy preciso: Brilló su rostro como el sol (ô ho hêlios). Esta imagen poderosa proviene de la tradición de las religiones “solares, que presentan al Gran Dios o a su enviado como el Gran Astro del día. San Mateo evoca aquí con toda precisión al Cristo-Sol, como rostro que mira y que irradia, expandiendo su luz.
Por eso, el texto sigue diciendo que sus vestiduras era blancas como la luz (leuka hôs ho phôs), pues luz que irradia del Sol-Cristo y que todo lo alumbra y lo transforma. Ya no estamos ante el signo de la Estrella que viene a la cuna de Jesús nacido (2, 1-4), sino ante el mismo Sol crecido, que desde su montaña alumbra todo lo que existe. Ésta es evidentemente la montaña de la transfiguración y la visión que definirá desde ahora toda la experiencia religiosa y la “mística” cristiana. Pero debemos recordar que se trata de una transfiguración que sólo se despliega y expresa en el camino de entrega de la vida, a favor de los demás, en el camino de Jerusalén .
De manera muy significativa, este Cristo Icono de Dios, sol divino cuyos vestidos son luz, no está sólo como el Dios de Is 6, 1, cuyo manto llenaba con sus vuelos todo el templo, sino acompañado por Moisés y Elías(17, 3).; éste es un Dios que se “encarna” en el camino de los profetas, que no está en Jerusalén, sino que va a morir allí, dando su vida… Esta diferencia entre el Dios del templo (Is 6) y el Cristo de la montaña (Mt 17) marca la conexión y diferencia entre Israel y el cristianismo.
La conexión viene dada por la presencia de Moisés y Elías; de una forma lógica, Mateo pone a Moisés (Ley), antes que a Elías (profecía; Mt 17, 3), para mantener en principio el esquema “canónico” de Israel, con la Ley antes de los profetas; de todas maneras, en la discusión que sigue, que el referente fundamental para entender el camino de Jesús será Elías, vinculado a Juan Bautista, no Moisés. Están los dos con Jesús, que se distingue de ellos, con gran diferencia, pues sólo él irradia luz como sol, sólo a él se dirige la palabra de Dios que dice “este es mi Hijo”. Jesús constituye así el centro y meta del camino “epifánico” de Israel, subiendo a Jerusalén para dar la vida de Dios a los hombres .
Pedro llama a Jesús “Kyrie” (Señor) (17, 4-5)., en vez de Rabbi (Maestro), a diferencia de Mc 9, 5, destacando así su grandeza y soberanía, como Señor Pascual, signo divino, por encima (a diferencia) de Moisés y Elías. Esta denominación y título ha de entenderse en sentido estricto; y a ella se debe añadir la voz de la nube (fwnh. evk th/j nefe,lhj) del Dios de Israel diciendo: ¡Este es mi Hijo… escuchadle!
La nube es signo de la presencia y providencia de Dios que guía al pueblo de Israel (Ex 13, 21-22), como ha recordado Pablo al afirmar que todos los israelitas se hallaban bajo la nube de Dios (cf. 1 Cor 10, 1-2). Pues bien, la Voz de la Nube es la voz de Dios, que da testimonio de Jesús, llamándole su Hijo Querido, a quien los hombres deben escuchar, ratificando así la palabra del bautismo (comparar Mt 17, 5 con 3, 17). Quizá se puede evocar en este contexto la oscuridad (sko,toj) que se extiende sobre toda la tierra a la muerte de Jesús que grita a Dios con voz grande (27, 46), que se puede relacionar con la voz de la nube que Dios Padre le ha dirigido aquí a Jesús, diciendo “este es mi Hijo querido” . Jesús no es Sol por sí mismo, es el Sol de Dios Padre, en el camino de luz gloriosa de la Cruz que ciega y mata en el sentido más hondo del término.
En la línea de terror divino, experiencia de resurrección (17, 6-7). se sitúa San Mateo cuando pone de relieve el poder sobrecogedor de la experiencia de Dios que habla a Jesús en la montaña y deja a los tres discípulos (Pedro, Santiago y Andrés) paralizados, llenos de terror, de manera que el mismo Jesús tiene que tocarles y despertarles, diciendo (egerthete, levantaos, resucitad), para que así vuelvan a la vida. Al oír la voz de Dios, los discípulos han caído sobre su rostro, llenos de temor), pues han estado inmersos en una teofanía: Han descubierto a Dios en Jesús, han ido más allá de los límites del mundo, tienen que morir (y en el fondo han muerto), como bien sabe la tradición israelita (cf. Is 6, 5).
Jesús viene a ellos desde más allá de la muerte, desde el lado de Dios, y les despierta, es decir, les eleva, diciéndoles resucitad. Esta experiencia de Jesús es un toque de resurrección, y así se dice que “tocándoles… les levantó de nuevo, para que siguieran viviendo en este mundo, pero bien fundados en el más allá, desde la presencia del Dios de Jesús que resucita, es decir, nos hace vivir resucitados., reconociendo así la presencia de Dios (la realidad divina de Jesús).
Ha sido una experiencia de muerte, y los tres discípulos de Jesús han desbordado los límites de este mundo, han entrado en eso que suele llamarse el “túnel luminoso”, contemplando lo que hay más allá de la muerte Y abriendo los ojos sólo vieron a Jesús (17, 8).: La gran Luz de Dios en Jesús, la palabra que dice “éste es m mi hijo, escuchadle”. Lógicamente tendrían que haber muerto sin retorno a este mundo, pero ésta ha sido una muerte para retornar, y por eso Jesús les toca y les despierta.Jesús toca aquí a los tres y les resucita, para vivan desde el otro lado, como testigos de la resurrección que es la verdad de una muerte como la de Jesús en Jerusalén (cf. 16, 21).
 
Para nuestra vida
 
La Transfiguración del Señor plantea una cuestión que es vital en el cristianismo: la fe es para los apóstoles algo luminoso, como una inmensa alegría, que nadie les podrá robar. Si una persona, joven o mayor, experimenta la alegría de la fe, ya no la pierde nunca jamás.
¿Cómo lograremos ayudar a descubrir este aspecto de la fe? Los apóstoles lo descubrieron: en un momento, que compensa los sufrimientos de toda una vida, los discípulos ven al Señor transfigurado. Esta escena acentúa el gozo de la fe, la alegría de saberse salvados y amados por Jesucristo. Buscar momentos de oración, de contemplación, de Eucaristía bien preparada y participada.
En medio de nuestra conflictiva e incierta historia humana se nos revela Dios. En este nuestro mundo tan complicado, en las preocupaciones de nuestra familia que tanto nos hacen sufrir, en los problemas cotidianos, en una sociedad tan a menudo enemistada, en el seno de una Iglesia que ha de pedir perdón para purificar su memoria histórica, tenemos que navegar con esperanza renovada.
Para mirar la vida con ojos nuevos es necesaria la actitud orante.La oración no sólo nos ayuda a amar a Dios sino que nos predispone a contemplar la naturaleza con ojos nuevos. El pintor Giovanni Bellini tiene un cuadro, que está ahora en el Museo Capodimonte en Nápoles, que nos muestra la figura de Cristo transfigurado ante sus discípulos. El Salvador resplandece en medio de la escena, flanqueado por Moisés y Elías, con los discípulos a sus pies. Pero toda la naturaleza se diría que despierta como atraída por la blancura de la túnica del transfigurado: montañas y valles, prados y flores, animalillos y personas humanas que en la perspectiva aparecen encaminándose hacia sus respectivos trabajos. Todo está iluminado por la luz de Cristo. Contemplar la naturaleza, sobre todo la persona humana, con la mirada penetrada de Dios. Mirar al mundo con la mirada de los santos.
Los discípulos en la cima de aquella montaña se desprendieron de sus envidias pero no prescindieron de los problemas de la vida, problemas penetrados de la tragedia que se les venía encima. Esto es, la plegaria no consiste en desentendernos de los problemas de la vida, sino que proyecta sobre ellos una luz nueva.
 
La primera lectura del libro de Daniel, está compuesto por materiales sapienciales y apocalípticos de la época helenística (ss. lII-II aC). En una época de enfrentamiento cultural y religioso entre la cultura sincrética helenística y la cultura tradicional bíblica, el autor quiere animar a sus contemporáneos a mantenerse firmes en la vivencia de la fe y a confiar en el Señor de la historia. Una época paralela a la nuestra, en la que intentamos vivir nuestra fe en un ambiente que no la considera significativa.
Después de la alegoría de la historia humana bajo la figura de cuatro fieras, la última de las cuales representa al imperio griego (cf. 7,1-8), el autor nos presenta al "pueblo de los santos" bajo una figura humana (el Hijo del hombre) que es elevada hasta la presencia de Dios: el anciano vestido de blanco. El blanco, en el lenguaje apocalíptico, expresa la trascendencia divina.
Como cristianos que formamos parte de la comunidad de la Iglesia, llamada a ser fiel a la alianza, representada en el Hijo del hombre, estamos llamados a participar de la trascendencia de Dios y a ser sus testigos a lo largo de la historia humana. Testigos de Cristo, el verdadero Hijo del hombre, en medio de la sociedad secularizada que invita a dejar de lado a la fe.
 
El salmo 96 nos invita a adorar a Dios. Una adoración permanente a Dios que se nos revela y comunica de formas distintas. Nuestro Dios está sobre todo concepto, sobre toda forma religiosa, sobre toda experiencia. «Ante Él se postran todos los dioses». Adorar a Dios no es servilismo, sino superación de todo lo contingente. Una comunidad «religiosa» sólo vive de lo absoluto, que le da consistencia.
Las intervenciones de Dios en favor de su pueblo son el anclaje histórico de las venidas de Yahvé. El sol, las nubes, el trueno o las piedras celestes son imágenes que hablan del Dios presente, que aterroriza y aniquila a los enemigos.
El salmo nos recuerda el destierro babilónico que fue un verdadero duelo entre Dios y los dioses. Por un momento vencieron éstos. Pero el Dios derrotado de Israel se prepara una gran victoria: la victoria de Dios con los débiles y oprimidos confundirá a los idólatras. El Dios oculto, Dios salvador de Israel, tiene poder para infundir vida en los huesos secos. Es explicable la vergüenza de los idólatras, quienes estimaban que Yahvé era nulidad, cuando en realidad sus ídolos son vacuidad. El Dios crucificado, en el que no había apariencia humana, no permitirá reposar a los adoradores de la Bestia. La gloriosa aparición de ese Dios sembrará la vergüenza y la confusión entre sus perseguidores. Seamos perseverantes en la adoración del Dios verdadero, para que se avergüencen ellos, y no nosotros; se espanten ellos, y no nosotros.
El salmo 96 rezuma una alegríaprofunda: Dios ha reconstruido a su pueblo. Es un motivo de gozo para Sión y para las ciudades de Judá. El Altísimo, encumbrado sobre los dioses, ha despertado la alegría en los rectos de corazón. El regocijo del pueblo es el mismo regocijo de Dios. Es una dicha transportable a la Iglesia por contar con un Señor que detenta el soberano poder. No es como el poder de los soberanos de nuestro mundo, aislados y engreídos en su grandeza, sino que nuestro Dios, como el Pastor, está cercano a cada uno. Si siente alguna debilidad es por los más necesitados. Es la Luz del caminante nocturno, que ha prometido acompañarnos en nuestra orfandad, hasta la consumación de los siglos. Este acontecer divino tiene la única finalidad de que Cristo se goce en nosotros y nuestro gozo sea cumplido. Alégrese Sión; regocíjense todas las ciudades de la Iglesia; salten de alegría los fieles, que el Señor es su tutela protectora.
Como creyentes, igual que nuestros contemporáneos, somos zarandeados a veces por las fuerzas inconmensurables del universo, impotentes para detener, contener y dominar tan destructoras energías, podemos ver en ellas la diafanía del Dios imponente. Como el salmista, podemos confesar: «Tiniebla y nube lo rodean»; «delante de él avanza fuego abrasando en torno»; «sus relámpagos deslumbran el orbe». ¿Cómo reconciliar la imagen del Dios bueno y providente, del Dios amor, con el Dios que se revela en la incontenible fuerza destructora de la enfermedad, de los cataclismos naturales, de los dolorosos reajustes cósmicos?
El texto acaba con el reconocimiento del poder de Dios: “Porque tú eres, Señor, Altísimo sobre toda la tierra, encumbrado sobre todos los dioses
 
La segunda lectura es de la segunda carta de San Pedro que está considerada el escrito más reciente de todo el Nuevo Testamento. La tercera generación cristiana expresa en ella su fidelidad a la fe apostólica que ha recibido en herencia.
El autor se pone en el lugar de Pedro y revive la fe del apóstol que supo descubrir en jesús, muerto y resucitado, el Hijo amado del Padre a quien su voz invitaba a escuchar. La fe en Jesús no es fruto de "fábulas fantásticas", sino de la experiencia apostólica que se transmite a todas las generaciones. Esta fe ya había sido anunciada por tos profetas.
El autor de 2 Pe siente una sincera preocupación por el presente y por el futuro de la fe de los hermanos; así lo prueba el género literario que adopta: cuando se trata de transmitir o cultivar el mejor don, la fe, no duda en emplear el mejor medio, el más solemne. Por eso pone el escrito en labios del hombre más venerado por la comunidad cristiana y en el momento trascendental de su vida: cuando Pedro está a punto de morir. Proviniendo de Pedro, las palabras del autor desconocido resultarían más convincentes y, forzosamente, darán más fruto.
La preocupación por la fe de los demás es, pues, lo que mueve al autor de 2 Pe a escribir. Aunque la fe de sus hermanos de comunidad está amenazada de herejía, él se dirige a ellos apelando al testimonio ocular de San Pedro: “No nos fundábamos en fábulas fantasiosas cuando os dimos a conocer el poder y la venida de nuestro Señor Jesucristo, sino en que habíamos sido testigos oculares de su grandeza”. La gloria que Cristo ha recibido del Padre en la resurrección, y de la que la transfiguración es un anticipo, es el fundamento de su presencia poderosa en la Iglesia y de su segunda venida, cuando la manifestará a todos los hombres. La descripción de la carta da por conocidos los hechos explicados en los evangelios sinópticos; por eso no entra en detalles. Además, la transfiguración es una confirmación para los apóstoles de las palabras de los profetas, aplicadas a Cristo.
La fe de Pedro y de los apóstoles y las palabras de los profetas siguen siendo hay día "una luz" que ilumina nuestro camino de creyentes “lámpara que brilla en un lugar oscuro hasta que despunte el día y el lucero amanezca en vuestros corazones. El texto termina con una referencia a la Parusía que agrupa una visión de carácter cósmico (día) con una visión más psicológica e individual (vuestros corazones).
 
Él evangelio presenta la transfiguración,  experiencia que define a los cristianos, que son aquellos que hemos descubierto la presencia y acción de Dios en la muerte de Jesús, que hemos experimentado a Jesús como el viviente, aquel a quien debemos seguir, como ha dicho Dios (escuchadle: 17, 5). Por eso, lógicamente, abriendo de nuevo los ojos, tras la luz cegadora de la montaña sagrada, con la Palabra de Dios, los discípulos sólo ven a Jesús hombre, al mesías concreto de la historia, que les lleva hacia Jerusalén .
La nube y la voz celestial, la presencia de Moisés y de Elías, evocan la presencia en el Sinaí. Con esto se quiere afirmar que Jesús es el "nuevo Moisés", que en él llegan a su cumplimiento las esperanzas, la alianza y la ley.
Por otra parte la transfiguración de su rostro, las vestiduras blancas, evocan al Hijo del Hombre del profeta Daniel, glorioso y vencedor, y parecen ser un anticipo de la resurrección: intentan revelarnos el significado escondido de la vida de Jesús, su destino personal.
Jesús, el que camina hacia la cruz, es realmente el Señor. En este camino hacia la cruz es donde hay que insistir ante todo. Precisamente en este Jesús que marcha hacia la cruz es donde encontramos el cumplimiento de todas las esperanzas. El género epifánico-apocalíptico al que pertenece nuestro relato pretende manifestar el significado profundo que la realidad tiene ya ahora, un significado escondido que no descubre la mayoría y que las apariencias parecen desmentir. De esta forma la transfiguración se convierte en la revelación no sólo de lo que será Jesús después de la cruz, sino lo que él es a lo largo del viaje hacia Jerusalén. Es ésta una clave que nos permite captar la verdadera naturaleza de Jesús detrás de lo que podríamos llamar su realidad fenoménica.
Pero la transfiguración no tiene sólo un significado cristológico. En la intención del evangelista, asume un papel importante también  la experiencia de fe del discípulo. Los discípulos han comprendido que Jesús es el Mesías y están ya convencidos de que su camino conduce a la cruz; pero no llegan a comprender que la cruz esconde la gloria. A este propósito tienen necesidad de una experiencia, aunque sea fugaz y provisional: tienen necesidad de que se descorra un poco el velo. Y éste es el significado de la transfiguración en la vida de fe del discípulo: es una verificación. Dios les concede a los discípulos, por un instante, contemplar la gloria del Hijo, anticipar la pascua.
San Mateo acentúa  el valor de gloria y muerte (renacimiento) de la transfiguración sobre una montaña, cuyo nombre no indica (la tradición habla del Tabor, en Galilea), poniendo de relieve la confesión mesiánica de Dios, que reconoce ante los discípulos que Jesús es su Hijo Amado, aquel a quien deben escuchar (17,5: avkou,ete auvtou/), y la experiencia de resurrección de los discípulos, a quienes Jesús ha debido tocar y resucitar. La escena viene tras la “confesión” de Pedro, con el anuncio de la pasión y la llamada al seguimiento, y conserva la referencia temporal de los seis días (17,1) que evocan la gran semana que transcurre entre el anuncio de la pasión y la gloria de la transfiguración (resurrección).
Es de reseñar la manera como san  Mateo  trata a Pedro; lo hace con más respeto y humildad que otros evangelistas , de manera que no dice y haremos tres tiendas, sino “si tú quieres yo haré”, poniéndose así, con su propia autoridad (cf. 16, 16-19), al servicio de Jesús y de su obra, para descubrir que no debe hacer las tiendas, edificando así una iglesia arraigada ya en el mundo de la fiesta final de los Tabernáculos, sobre la montaña de la gloria, sino seguir a Jesús, en un camino de entrega de la vida y de resurrección. De esa manera. Mateo ha evocado de algún modo la dignidad y conocimiento mesiánico de Pedro, que no entiende a Jesús, pero no le rechaza, sino que se pone a su servicio, de manera que no tiene que añadir “pues no sabía lo que decía” (a diferencia de Mc 9, 7).
Podemos comparar a la transfiguración con lo que solemos llamar las "comprobaciones", esos momentos luminosos que encontramos a veces en el viaje de la fe, momentos gozosos dentro de la fatiga cristiana. No son momentos que se encuentran automáticamente y de cualquier manera; hay que saber descubrirlos. Y sobre todo no hay que olvidar que su presencia es fugaz y provisional. EL discípulo tiene que saber contentarse con ellos; esas experiencias tendrán que ser escasas y breves.
Rafael Pla Calatayud.
rafael@sacravirginitas.org
 
 
 

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