jueves, 6 de agosto de 2015

Comentarios a las lecturas del XXII Domingo del Tiempo Ordinario 30 de agosto de 2015.


En este domingo las lecturas primera y tercera enseñan a observar la ley sin glosas y la segunda explica que el verdadero culto se ha de manifestar en las obras de caridad y en no contaminarse con el mundo.
El ser humano, propenso siempre a la supervaloración de lo externo y socialmente cotizable en su vida y en su conducta, fácilmente se inclina el formalismo religioso. Se ha de insistir en la interiorización de los cultos religiosos, pues la trascendencia de la fe cristiana y del Evangelio radica, fundamentalmente, en la transformación interior del hombre según el diseño y la gracia santificadora que nos ha traido la obra redentora de Jesucristo.

En la primera lectura tomada del libro del Deuteronomio (Dt,4,1-2.6-8) vemos como la Antigua Alianza, es fruto de la iniciativa salvífica de Dios. Esta primera Alianza supuso y exigía un compromiso de fidelidad personal y colectivo, suficiente para condicionar la vida del pueblo de Dios. No añadáis nada a lo que os mando y así cumpliréis los preceptos del Señor.
Este pasaje pertenece al primero de los discursos que conforman el libro de Deuteronomio y que habrían sido pronunciados por Moisés en el día de su muerte, en tierra de Moab, al final de los cuarenta años de vagar por el desierto. (cf. Dt 1,1-5). Se presentan como sus últimas palabras, como el testamento espiritual en el que recuerda acontecimientos pasados ​​e insta a los israelitas a permanecer fieles a la ley del Señor, para vivir una vida feliz en la tierra donde van a entrar.
La atribución a Moisés, sin embargo, es un recurso literario utilizado por el autor sagrado para dar autoridad a sus palabras; el libro, de hecho, ha recibido su forma definitiva hacia el siglo V a.C.
El texto de hoy fue compuesto en Babilonia, probablemente por un sacerdote del templo de Jerusalén, y se dirige a los israelitas decepcionados y resignados a su triste suerte. El autor les invita a no dar todo por
perdido, puesto que a pesar de que fueron derrotados y humillados y de que están lejos de su tierra y ya no tienen un templo donde ofrecer las primicias y holocaustos al Señor, todavía poseen su tesoro más grande, la Torá por la que son famosos entre todos los pueblos de la tierra.
En la primera parte del texto (vv. 1-2), se insiste en el valor absoluto e inviolable de esta ley que no se puede cambiar porque no es obra de hombres, sino de Dios. Dos tentaciones deben evitarse: la de reducirla mediante la supresión de las disposiciones más exigentes y difíciles y la tentación opuesta: añadir nuevas prescripciones dictadas por la “sabiduría” humana.
Esta segunda tentación es particularmente insidiosa, ya que induce a considerar “voluntad de Dios” lo que solamente son disposiciones humanas. A partir de este equívoco, surge la idolatría de la ley y la falta de respeto por el hombre y por su conciencia. Los que introducen estas normas, fácilmente se auto-convencen de estar interpretando el pensamiento de Dios, equiparando su mente a la de Dios (cf. Ez 28,1) e imponen sus propios preceptos en nombre del cielo, olvidándose de que éstos son sólo obra suya.
En el Deuteronomio –segunda ley- están escritos los mandatos y decretos que Dios, por medio de Moisés, dio a su pueblo, para que fuera un pueblo sabio e inteligente. No hay duda que este texto bíblico tiene una clara intención apologética de la historia del pueblo de Israel, como pueblo elegido especialmente por Dios como pueblo predilecto suyo.
Revelación del amor de Dios, la ley es también revelación y don de sabiduría. La posterior tradición bíblica sapiencial mantuvo este concepto: la sabiduría divina se manifestará a Israel en el don divino de la ley (Prov 1,7; 9,10). Sabiduría práctica y vivida que difunde existencialmente en la vida del fiel la visión que Dios mismo tiene de la historia y del destino del hombre. La Sabiduría de Dios se proyecta sobre los otros pueblos, con unión universalística de la salvación.

El Salmo 14 nos ayuda a meditar en la sinceridad de nuestras acciones y en lo que realmente es importante a los ojos de Dios. «SEÑOR, ¿QUIÉN PUEDE HOSPEDARSE EN TU TIENDA?
El que procede honradamente
y practica la justicia,
el que tiene intenciones legales
y no calumnia con su lengua.

El que no hace mal a su prójimo
ni difama al vecino,
el que considera despreciable al impío
y honra a los que temen al Señor. -

El que no retracta lo que juró
aun en daño propio,
el que no presta dinero a usura
ni acepta soborno contra el inocente.
El que así obra nunca fallará.

En la segunda lectura del libro de Santiago (San 1,17-18.21.23-279, el apóstol Santiago nos dice que la mejor manera de aceptar la palabra de Dios y llevarla a la práctica es atender a las personas necesitadas. Llevad la palabra a la práctica. La fe cristiana es un don de Dios; sus exigencias son siempre de iniciativa divina. La única postura coherente por parte del hombre elegido e iluminado es la de convertirse, de hecho y por sus obras, en una nueva criatura.
«El bienaventurado Apóstol Santiago amonesta a los oyentes asiduos de la Palabra de Dios, diciéndole: “Sed cumplidores de la palabra y no solo oyentes, engañándoos contra vosotros mismos” (Sant 1,22). A vosotros mismos os engañáis, no al autor de la palabra ni al ministro de la misma. Partiendo de una frase que da la fuente misma de la Verdad a través de la veracísima boca del Apóstol; también yo me atrevo a exhortaros, y mientras os exhorto a vosotros, pongo la mirada en mi mismo. Pierde el tiempo predicando exteriormente la palabra de Dios, quien no es oyente  de ella en su interior. Quienes predicamos la palabra de Dios a los pueblos no estamos tan alejados de la condición humana y de la reflexión apoyada en la fe que no advirtamos nuestros peligros.
«Pero nos consuela el que donde está nuestro peligro por causa del ministerio, allí tenemos la ayuda de vuestras oraciones... Debéis orar y levantar a quienes obligáis a ponerse en peligro... Yo que tan frecuentemente os hablo por mandato de mi señor y hermano, vuestro obispo, y porque vosotros me lo pedís, solo disfruto verdaderamente cuando escucho, no cuando predico. Entonces mi gozo carece de temor, pues tal placer no lleva consigo la hinchazón. No hay lugar para temer el precipicio de la soberbia, allí donde está la piedra sólida de la verdad» (San Agustín:Sermón 179,1-2).
Para aquellos que confunden la religión del corazón con el formalismo y la ejecución meticulosa de los ritos, Santiago ofrece el criterio para saber si se está practicando la verdadera religión, la auténtica: “cuidar de huérfanos y de viudas en su necesidad y no dejarse contaminar por el mundo” (v. 27).
En la Biblia, las viudas y los huérfanos representan cualquier persona en necesidad. La escucha de la Palabra de Dios lleva a asimilar los sentimientos y la premura del Señor para con los más débiles. Para practicar esta religión es necesario –continúa Santiago– mantenerse puros, es decir, despegado de los bienes de este mundo. El egoísta, el que acumula bienes para sí mismo y no los comparte con los necesitados no es todavía un verdadero discípulo.


Retomamos la lectura del evangelio de Marcos (Mc 7,1-8.14-15.21-23), como en el resto del Ciclo B, tras haber meditado durante cuatro domingos anteriores de agosto el discurso del pan de vida del evangelio de Juan. El episodio que narra Marcos ofrece uno de los muchos enfrentamientos de Jesucristo con los fariseos. El encontronazo de Jesús de Nazaret contra la religión oficial de su tiempo es constante.
A pesar de que Marcos se dirige a los cristianos de Roma, el discurso del capítulo 7 es una catequesis que trata de costumbres judías. Después de multiplicar los panes y los peces y demostrar su dominio sobre las fuerzas naturales y la enfermedad, los fariseos y escribas, celosos cumplidores, se acercan a Él para ponerlo en aprietos. Le acusan de que sus discípulos comen con manos impuras. Pero Jesús denuncia su actitud, pues le honran a Dios con los labios y no con el corazón, tal como denuncia el profeta Isaías, pues la doctrina que enseñan son preceptos humanos. Hacen las cosas para "cumplir y parecer buenos".
Perder de vista lo fundamental, lo que Dios quiere, para centrarse en cosas de menor importancia, las tradiciones de los hombres. Jesús confirma la doctrina de los profetas contra el "formalismo" en la práctica de la religión. Pone en evidencia la deformación que lleva al hombre a "parecer bueno" más que "a serlo de verdad"; a preferir el cumplimiento "externo" de la ley al cambio real del corazón; a poner más atención en practicar con cuidado los "ritos" que en procurar la unión de corazón con Dios. Lo que sale del interior del hombre es lo que cuenta, no lo externo. Porque del interior del hombre salen las obras buenas y las malas. Jesús da un catálogo de las maldades que salen del corazón: fornicaciones, robos, homicidios, adulterios, codicias, injusticias, fraudes, desenfreno, envidia, difamación, orgullo, frivolidad. ¡Qué retrato de una sociedad corrompida! ¿No se parece esta descripción a lo que está ocurriendo en muchos ambientes de nuestro mundo? Quizá también nosotros estamos un poco contaminados de estas maldades…

Para nuestra vida.
Nosotros, los cristianos, podemos sustituir pueblo de Israel por Jesús de Nazaret. No sólo la cercanía, sino la comunión perfecta de Jesús con su padre Dios, deben servirnos a nosotros, los cristianos, discípulos de Jesús, para considerar siempre a Dios como un Dios cercano a nosotros, que nos ama y nos escucha siempre que le invocamos. Debemos vivir nuestro cristianismo como una relación de amor íntimo y cordial con Jesús y con Dios nuestro Padre.
La carta de Santiago propone claramente la religión que Dios quiere: "visitar huérfanos y viudas en sus tribulaciones y no mancharse las manos con este mundo". Los cristianos de verdad son aquellos que demuestran con sus obras lo que creen. Ya el salmo 14 nos recuerda quienes son los que habitan en la tienda junto al Señor: los que proceden honradamente y practican la justicia, los que tienen intenciones leales y no calumnian, el que no hace mal a su prójimo, el que no abusa del inocente. La palabra hay que llevarla a la práctica, pues la fe sin obras está muerta.
El evangelio nos sitúa ante una problemática muy actual entre los cristianos en la actualidad. Lo fundamental y lo secundario. “Dejáis a un lado el mandamiento de Dios para aferraros a la tradición de los hombres. Sustituir la fe por ritos convencionales, aun legítimos, la moral por una ética convencional humana, la santidad por una mera educación sociopolítica... es tan antievangélico como lo fuera en tiempo de Cristo el farisaísmo judaico.
Es interesante la reflexión de Jesús en el Evangelio de Marcos de hoy. No es impuro lo de fuera, sino lo de dentro. Del corazón del hombre salen los malos propósitos. Fuertes y duras palabras de Jesús. Pero si ya es muy duro que Jesús arremeta contra un sector muy determinado de la sociedad de su época, lo es mucho más cuando indica que la maldad está en el corazón del hombre y no plantea exclusiones. Hay mucho de malo en nosotros y, a veces, esa maldad evidente nos deja asustados. Hay que purificarse para ir dejando una maldad intrínseca que tal vez sea una constante genética, como diría un científico, pero que puede proceder de esa herencia de maldad mantenida al nivel de la conciencia colectiva de la humanidad y que no es otra cosa que lo que se llama pecado original. Pero, tal vez, Jesús --que siempre enseñaba-- quiso dar un argumento eficaz contra la soberbia: los buenos están fuera, nosotros no lo somos. Necesitamos de una purificación interior antes de presumir de nada.
La observancia de la pureza legal se sobreponía con rigorismo a la más general y benigna ley mosaica. Los signos externos religiosos son buenos si manifiestan la religiosidad interior del corazón. Cristo no cree en un moralismo que mira superficialmente a algunos resultados sin pasar a través del corazón del hombre para transformarlo radicalmente. A esto tiende todo el mensaje evangélico.
En el cristianismo, toda religiosidad no avalada por una auténtica formación de la conciencia personal degenera normal-mente en farisaísmo, en pietismo subjetivo irresponsable. Esto es lo que condenó el Señor en su tiempo y se hace en nuestros días por el magisterio constante de la Iglesia. Seamos consecuentes con nuestra participación en las acciones litúrgicas, que exigen una voluntad decidida de fe vivida, de caridad afectiva y efectiva, de verdadera santidad en toda nuestra vida.
Tenemos que esforzarnos para no ser hipócritas y fariseos. Hay mucha complacencia en los católicos en sentirse buenos y despreciar a los "malos". Lo peor de esa complacencia es cuando se auto-justifica un cristianismo inoperante, de solo devociones, y que no se esfuerza por servir al prójimo. Lo básico en el cristiano es amar a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a uno mismo. En el amor por Dios está la cercanía personal e intransferible a su mensaje y, por tanto, el seguimiento de la Iglesia, de la que él es cabeza, reúne una serie de comportamientos positivos que nos acercan a lo que llamaríamos mundo de piedad, que, en realidad, es un mundo de oración. Pero junto a eso está el amor al prójimo. Y con el amor a ese prójimo su cumple el principio de la fe con obras. Las conductas en superioridad son intolerables. Sirve de ejemplo esa fórmula ideal para llamar al Papa: "el siervo de los siervos de Dios".

Rafael Pla Calatayud
rafael@sacravirginitas.org

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