miércoles, 5 de agosto de 2015

Comentarios a las Lecturas del XX Domingo del Tiempo Ordinario 16 de agosto de 2015,

·En la primera lectura tomada  del Libro de los Proverbios (Prov 9,1-6)  aparece la Sabiduría personificada como la primera criatura de Dios que le acompaña después en todas las obras de la creación.
En el fragmento de hoy siguiendo el juego literario de la personificación, nos habla de la Sabiduría que edifica su casa entre los hombres y prepara un banquete para todos los que lo desean. Así pues, en cualquier caso se trata de una sabiduría que viene de Dios para los hombres.
La sabiduría de Dios es el único arquitecto del cual se puede uno fiar porque siempre diseña edificios sólidos, indestructibles; las otras sabidurías se demuestran frágiles. Una ideología es pronto desmentida por otra que le sigue y a un sistema filosófico siempre le sucede otro; sólo la sabiduría de Dios no se desgasta con el tiempo ni es sacudida por terremotos ideológicos; los vientos de la moda y la aparición de nuevas doctrinas no le afectan. Construido su propio palacio, la Sabiduría envía sus doncellas a puntos estratégicos de la ciudad para invitar a todos a la mesa por ella preparada (v. 3). Ofrece gratis pan que sacia y vino que da alegría.
El salmo de hoy (Sl 33,2-3,10-11,12-13,14-15) es sencillo, reiterativo, pero de una gran lección, siempre actual y necesaria. Composición poética fruto de una experiencia religiosa riquísima. La confianza en Dios, la fe perseverante y la confianza en el Dios de la salvación que nunca falta, y se obtiene de él más aún de lo que se le pide.
Si durante tres mil años este salmo ha ido dando su lección a los corazones de los fieles, tal vez en nuestro tiempo es cuando esta lección se hace más apremiante. El mundo moderno parece alejado de Dios, inmerso en la inquietud, en la angustia, en la inseguridad. La confianza parece ausente, y la paz como desterrada de un mundo lleno de convulsiones y de guerras.
Pues sobre este mundo resuena una palabra de esperanza, de confianza: en el salmo 33, magnífica lección que alimenta el corazón del hombre creyente, y estupendo preludio a la gran doctrina de Cristo, que nos enseñó el sermón de la montaña y la oración del padrenuestro.
Gustad y ved. Es la invitación a gustar y ver la bondad del Señor. Va más allá del estudio y el saber, más allá de razones y argumentos, más allá de libros doctos y escrituras santas. Es invitación personal y directa, concreta y urgente. Habla de contacto, presencia, experiencia. No dice «leed y reflexionad», o «escuchad y entended», o «meditad y contemplad», sino «gustad y ved». Abrid los ojos y alargad la mano, despertad vuestros sentidos y agudizad vuestros sentimientos, poned en juego el poder más íntimo del alma en reacción espontánea y profundidad total, el poder de sentir, de palpar, de «gustar» la bondad, la belleza y la verdad. Y que esa facultad se ejerza con amor y alegría en disfrutar radicalmente la definitiva bondad, belleza y verdad que es Dios mismo.
«Gustar» es palabra mística. Estamos llamados a gustar y ver. Se nos invita a disfrutar sin medida la comunión del ser entre nuestra alma y su Creador. El sabe cómo hacer real su presencia y cómo acunar en su abrazo a las almas que él ha creado. A cada uno nos toca sólo aceptar y entregarnos con admiración agradecida y gozo callado, y disponernos  así a recibir la caricia de Dios en nuestra alma.
Recordemos que para despertar nuestros sentidos espirituales tenemos que acallar el entendimiento. El mucho razonar ciega la intuición, y el discurrir humano cierra el camino a la sabiduría divina. Hemos de aprender a quedarnos callados, a ser humildes, a ser sencillos, a trascender por un rato todo lo que hemos estudiado en nuestra vida y aparecer ante Dios en la desnudez de nuestro ser y la humildad de nuestra ignorancia. Sólo entonces llenará él nuestro vacío con su plenitud y redimirá la nada de nuestra existencia con la totalidad de su ser. Para gustar la dulzura de la divinidad tenemos que purificar nuestros sentidos y limpiarlos de toda experiencia pasada y todo prejuicio innato.
El objeto del sentido del gusto son los frutos de la tierra en el cuerpo, y los del Espíritu en el alma: amor, alegría, paz, paciencia, amabilidad, bondad, fidelidad, mansedumbre, templanza. (Gal 5,22). Cosecha divina en corazones humanos. Esa es la cosecha que estamos invitados a recoger para gustar y asimilar sus frutos. La alegría brotará entonces en nuestras vidas al madurar las cosechas por los campos del amor; y las alabanzas del Señor resonarán de un extremo a otro de la tierra fecunda.
«Bendigo al Señor en todo momento, su alabanza siempre está en mi boca. Proclamad conmigo la grandeza del Señor, ensalcemos juntos su nombre».
En la segunda lectura de hoy(Ef 5,15-20)San Pablo recuerda que somos "hijos de la luz", tenemos la posibilidad y el deber de caminar con el espíritu alerta. Nos da consejos concretos acerca de nuestro comportamiento: caminad, ya que podéis, a plena luz del día; no tengáis nada que esconder, vigilad y vivid atentos al momento; marchad despabilados y atentos para descubrir la importancia de cada momento, lo que el Señor quiere de vosotros en cada instante. Porque no basta con saber lo que se debe hacer en general, sino que es preciso descubrir la voluntad de Dios en cada situación concreta; por ejemplo; ir a misa los domingos es un deber general para todos los cristianos, pero cuando un enfermo te necesita debes estar a su lado. También advierte del peligro de seguir los criterios mundanos: "No os emborrachéis con vino, que lleva al libertinaje; sino dejaos llenar del Espíritu". Un cristiano de verdad debe intentar hacer en cada momento lo que agrada a Dios, que es que amemos a nuestro prójimo y nos defendamos también nosotros de todo aquello que atenta a la dignidad humana.
Seguimos con el evangelio de san Juan (Jn 6,51-58). El evangelio de hoy repite el último versículo del domingo pasado, que es importante porque marca la transición, en el discurso de Jesús, del “pan del cielo”, entendido como palabra, como la sabiduría de Dios, al tema de la Eucaristía. Hoy se nos relata la institución de la eucaristía. Al describir la última cena no se menciona la eucaristía para nada. En cambio, hay un amplio discurso eucarístico en el evangelio de Juan.
Hoy Jesús hace tres afirmaciones fundamentales:
*mi carne es verdadera comida,
*yo doy mi carne para vida del mundo,
*el que no come este pan no tendrá vida, mientras que quien lo come vivirá eternamente.
La condición que Jesús pone para permanecer en El y para tener vida eterna es la de comer su pan y beber su sangre, comer de este pan que Jesús ofrece es una condición decisiva, comerlo es vivir eternamente, no comerlo es aceptar no tener vida. Desde nuestra experiencia vital esto es clarísimo. El que no come muere de hambre, y el que come poco está desnutrido, débil, sin fuerzas para el trabajo que otros bien nutridos, cumplen con relativa facilidad. La vida del Espíritu, la vida de Dios, necesita su adecuado alimento que es el cuerpo de Cristo. No comerlo es resignarse o morir. Hacerlo con poca frecuencia o de manera inadecuada es condenarse a estar débil, desnutrido, sin fuerzas para las dificultades morales de la vida y los compromisos cristianos. No hay cristianos de distinta naturaleza. Aquí radica la diferente fortaleza o debilidad entre los cristianos. En la distinta manera de alimentarse de Cristo. El alimento es el cuerpo de Cristo, a condición de que se reciba de manera adecuada: con reflexión y no por rutina, con debidas disposiciones y preparación, con voluntad de aceptar los compromisos que de ello se derivan.
La afirmación con que comienza la lectura de hoy es aún más desconcertante: el pan a comer no es sólo su doctrina, sino su propia carne.
Un semita no entiende por carne los músculos, sino “toda la persona” considerada en sus aspectos débiles y frágiles. El hombre es carne porque es una creatura efímera y vulnerable, destinada a la muerte. Resulta, pues, claro a los oyentes que Jesús no está proponiendo ninguna forma de canibalismo; sin embargo, el aspecto escandaloso de sus palabras es inevitable y la reacción de los presentes es comprensible y justificada. Y por eso comienzan a discutir entre sí: “¿Cómo puede éste darnos a comer su carne?” (v. 52). Ellos perciben que Jesús ya no sólo se refiere a la asimilación espiritual de la revelación de Dios, sino también de un manjar concreto, no metafórico. Esperan una explicación.
Jesús no se preocupa por su turbación y en vez de suavizar sus palabras, reafirma lo que ya ha dicho, añadiendo una exigencia todavía más cruda, repetida insistentemente: también deben beber su sangre (vv. 53-56).
Esto es algo repugnante para un judío. Muchos textos bíblicos prohíben severamente esta práctica (cf. Lv 7,26-27) “porque la vida de la carne está en la sangre” (cf. Lv 17,10-11), y la vida no pertenece al hombre, sino a Dios. Incluso hoy, cuando matan a un animal para comer, los judíos lo desangran con mucha precisión, no apropiarse de su vida; la sangre es derramada en la tierra para restituirla a Dios.
La creencia de que en la sangre se encuentra la fuerza vital, explica el uso que se hacía en el Antiguo Testamento, en los ritos de consagración y purificación. Es significativa, sobre todo, la forma en que se había celebrado, con sangre, la alianza entre Dios y el pueblo al pie del Sinaí. Fue un solemne sacrificio de comunión, después Moisés tomó la sangre de las víctimas y vertió la mitad sobre el altar, símbolo del Señor, y la otra mitad sobre el pueblo, diciendo: “Esta es la sangre del pacto que el Señor hace con ustedes” (Ex 24,6-8). Con este gesto fue creada la comunión de vida entre Dios e Israel y sellada su pertenencia mutua. Era como si entre Dios y el pueblo se hubiesen establecido relaciones de consanguinidad.
Es de acuerdo con esta mentalidad que Jesús introduce en su discurso la necesidad de comer su carne y beber su sangre, para entrar en comunión de vida con él y con el Padre.
Para nuestra vida
Qué torpes somos para comprender las cosas de la Sabiduría divina, qué poco llegamos a penetrar en el sentido de esa morada, qué poco intuimos de esa grandeza. Danos, Señor, un poco de luz para ver lo que esa morada supone. Rompe un poco este velo denso que nos tapa los ojos, abre en nuestra honda noche un resquicio de esa luz eterna. Sabiduría de Dios, la misma que nos hizo como somos, la que nos construyó este mundo ancho y largo, este universo de distancias sin medidas, de misterios indescifrables. Sabiduría que nos penetra íntimamente, que nos conoce hasta muy dentro. Ella sabe lo que nos llena, lo que colma este anhelo vago que acucia nuestra hambre y nuestra sed de, no sabemos a veces, qué.
Y nos invita a nosotros, a nosotros que tan poco merecemos su predilección: "Venid a comer mi pan y a beber del vino que he mezclado..." Un banquete nunca visto, nunca pensado... En la Antigua Alianza el pacto con Dios se culminaba en un banquete con las carnes de los animales sacrificados. En la Nueva Alianza, por un salto inaudito de la Sabiduría de Dios, se ofrece un nuevo sacrificio, el sacrificio del Cordero Inmaculado, el Unigénito de Dios. El Verbo, la Sabiduría, el Hijo Eterno vierte su sangre en el Calvario. Y su carne, junto con su sangre, es el Sacramento de nuestra fe, el Pan bajado del cielo, la bebida de salvación. Pan de vida que se vuelve a ofrecer en la Eucaristía, repitiéndose de modo incruento el santo sacrificio de Cristo en la Cruz. Santa Misa, banquete sacrificial, en que se come, sacramentalmente, la carne de Cristo, se bebe su sangre, se recibe la vida misma de Dios, la vida que dura siempre... Comida de fraternidad con Jesucristo, realización de la mayor intimidad entre el Cielo y la tierra, unión entrañable y amorosa entre Dios y el hombre.
Las palabras de Jesús son claras y contundentes: "Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo". Los judíos se sorprenden ante esta afirmación, se resisten a creer en el Señor que repite una y otra vez que su Carne es verdadera comida y su Sangre verdadera bebida. Pero los israelitas no entendían lo que Jesús estaba diciendo, pues no tenían fe en él, a pesar del milagro que acababa de realizar ante ellos. Hoy sabemos que esa comida y esa bebida la tomamos de forma sacramental y mística. Lo cual no quiere decir que no tomemos realmente el Cuerpo del Señor, ya que en la Eucaristía se contiene a Jesucristo con su Cuerpo, su Sangre. Hoy como entonces, es preciso adoptar una actitud de fe, si de veras queremos aceptar la doctrina acerca de la Eucaristía. Sólo por la fe, podremos acercarnos al Misterio y captar de alguna manera la grandeza del mismo.
No olvidemos lo que dice Jesús, esto es que quien come su Carne y bebe su Sangre tiene vida eterna, es decir, vivirá para siempre. Este alimento transmite, por tanto, una vida nueva, a la que la muerte no podrá vencer jamás. Una vida sin fronteras de tiempo, una vida siempre joven, una vida singular, la vida misma de Dios. Acercarse a comulgar es acercarse a la eternidad, es pasar de un nivel terreno a otro muy distinto. Comulgar, es unirse íntimamente con Dios, penetrar en el misterio de su vida gloriosa y disfrutar, en cierto modo, de la alegría singular de los bienaventurados en el Cielo.
El Señor lo dice explícitamente en esta ocasión: "El Padre que vive me ha enviado y yo vivo por el Padre; del mismo modo, el que me come, vivirá por mí". Así, pues, lo mismo que Jesús está unido al Padre, así el que participa en la Eucaristía vive unido al Señor. El que comulga con las debidas condiciones, limpio de pecado mortal, llega a la unión mística y grandiosa del alma con Dios, se remonta hasta la cumbre del más grande Amor; ese estado dichoso en que el hombre se identifica, sin confundirse, con el mismo Dios y Señor.
También a tener en cuente las cuestiones prácticas que el apóstol hace, en la carta a los Efesios,  aludiendo a los cristianos que seguían acudiendo a los cultos paganos. Deben abandonar, les dice, los cultos paganos y convertirse definitivamente a Cristo, comportándose como auténticos cristianos. El auténtico vino que debe animar a los cristianos es el Espíritu de Cristo. También para nosotros, los cristianos de este siglo XXI, son oportunas estas palabras del apóstol. También nosotros nos vemos tentados todos los días por una ideología consumista y pagana.
Rafael Pla Calatayud
rafael@sacravirginitas.org

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