sábado, 20 de junio de 2015

Comentarios a las lecturas del XII Domingo del Tiempo Ordinario 21 de junio de 2015

Comentarios a las lecturas del XII Domingo del Tiempo Ordinario 21 de junio de 2015 

Este fin de semana es importante para mi no solo en recuerdos, sino en realidades uqe llegan hasta hoy, En la luminosa tarde del 20 de junio de 1976 fui ordenado sacerdote en la Iglesia Parroquial de la Asunción de Nuestra Señora de Albaida (Valencia) por el Beato José María García Lahiguera. Es una bendición haber sido ordenado por un Obispo santo, que ya lo demostraba en vida.
 La vida generalmente esta llena de misterios y ante los misterios humanos vinculados a los divinos, la única una actitud auténticamente cristiana es la adoración humilde y confiada. Fiarse del señor ha sido una necesidad y una realidad en estos 39 años de sacerdocio.
La enseñanza de este domingo no es otra que la de ejercitar en todos los casos nuestra confianza en Dios. Hemos de aceptar que con Él que todo tiene solución.

En la primera lectura (Jb. 38,1.8-11), vemos como Job creía en Dios, pero no siempre entendía su comportamiento. El libro de Job es, entre otras cosas, el libro de las grandes preguntas sobre la bondad de Dios y el problema del mal en el mundo. Job había sido educado en la teología de la retribución: Dios nos trata a cada uno según nuestras obras, los buenos son premiados y los malos castigados. Él se había esforzado siempre en ser fiel a Dios y Dios le había premiado, ¿por qué ahora le castiga tan duramente? Job no encuentra motivos que le expliquen el comportamiento de Dios y por eso se queja amargamente y hace tantas preguntas. Sus amigos, encima, se burlan de él. Más de alguno de nosotros habremos tenido experiencias, propias o ajenas, parecidas a las que tuvo Job .  Con eso nos quedamos nosotros ahora: la fe no significa tener todas las respuestas. Creer en medio de las dudas, y a pesar de las dudas, sigue siendo una virtud teologal. Adoremos el misterio de Dios y confiemos siempre en Dios.

En el salmo de hoy (Sal.106), se nos invita a dar gracias al Señor, PORQUE ES ETERNA SU MISERICORDIA
Contemplaron las obras de Dios,
sus maravillas en el océano.
Apaciguó la tormenta en suave brisa,
y enmudecieron las olas del mar.
Se alegraron de aquella bonanza,
y él los condujo al ansiado puerto.
Den gracias al Señor por su misericordia,
por las maravillas que hace con los hombres.

En la segunda lectura  (2 Cor. 5,14-17), Pablo les dice a los fieles de Corinto  -y nos dice a nosotros- que vivir en Cristo es algo totalmente nuevo, distinto del antiguo vivir en el mundo y según los criterios del mundo. Vivir en Cristo y por Cristo es vivir como auténticas criaturas nuevas; el hombre viejo ha muerto.
Lo viejo ha pasado, ha comenzado lo nuevo (2Cor 5,17), nos recuerda hoy san Pablo. Dicho con palabras de san Agustín, “el Antiguo Testamento es el Nuevo Testamento velado, y el NT es el AT desvelado” (Serm. 300,3); y más claramente, “Lo que en el AT estaba latente, en el NT queda patente” (Quaest.in Heptateucum, 2,73). Quiere decir el obispo de Hipona que el AT oscuro, en cuanto se refiere a profecía, se ha esclarecido y hecho historia en el NT con la presencia de   Jesús de Nazaret. Lo viejo ha pasado, ha comenzado lo nuevo. Hoy lo viejo de la primera lectura contrasta con lo nuevo de la tercera o evangelio. Ambas lecturas coinciden en ser escena marítima. Pero las olas bravuconas o marejadas de mar abierto en la profecía de Job se tornan oleaje o marejadilla en el mar cerrado de Galilea en el evangelio con la presencia de Jesús de Nazaret. Esta escena evangélica –primer milagro que narra san Marcos– lleva un mensaje eclesial y otro personal de futuro.
La barca azotada por el oleaje significa la Iglesia de Cristo que debe vivir entre calvarios y tabores, que nace muriendo entre persecuciones de iglesia naciente en los cinco primeros siglos con abundancia de mártires; que muere sobreviviendo mezclada entre partidismos y poderes temporales medievales; y en los siglos modernos y contemporáneos sigue caminando entre agnosticismos, incredulidades e incomprensiones, aún dando mensajes luminosos y esperanzadores desde la iglesia jerárquica para ganar la otra orilla, mensajes no siempre bien recibidos en esta ladera. Pese a ello, la Iglesia cristiana, con sus luces y sombras, tiene la promesa evangélica de Cristo de perdurar hasta el fin de los tiempos, aunque sea perseguida desde fuera y desde dentro. Persecución desde fuera, está claro ante la pléyade de mártires canonizados o no de todos los siglos, incluido el siglo XX y nuestro recién empezado siglo XXI lleno de mártires cristianos de distintas confesiones cristianas en el Oriente Medio.

Hoy el evangelio (Mc. 4,35-40),  nos narra uno de los grandes prodigios ocurridos en el lago de Genesaret, Después de una intensa jornada, los apóstoles con el Señor pasan en barca a la otra orilla del lago. Jesús estaba tan rendido que se queda dormido en la proa de la embarcación. De pronto las aguas comenzaron a encresparse, se levantó un fuerte huracán y la frágil nave comenzó a cabecear peligrosamente. Las olas eran tan fuertes que el

terror empezó a hacer presa en aquellos curtidos pescadores. Mientras, Jesús dormía. El mar se agita cada vez más y el peligro crece por momentos. Sin saber ciertamente para qué, despiertan al Maestro; no para que calme la tempestad, lo cual les parecería imposible, sino para recriminarle que siga dormido, sin importarle que estén a punto de sucumbir a las embestidas del oleaje. Por eso le preguntan, consternados, si no le importa que se hundan. Jesús no les contesta. Se pone en pie sobre la proa e increpa a las aguas con voz potente y dominadora: ¡Silencio, cállate!
Una primera reacción sería la de pensar que Jesús estaba loco. Cómo podía un hombre mandar sobre las aguas y los vientos. Sólo Dios podía calmar la tempestad. Pero paulatinamente van contemplando cómo el mar se tranquiliza y el viento amaina. Pronto reina la bonanza y las barcas siguen, serenas y ágiles, su ruta hacia la ribera.
No salen de su asombro. Estupefactos se preguntan entre sí quién era este que había dominado el furor del mar y del huracán.
Surgen las preguntas:  ¿pero quién es este? ¡Hasta el viento y las aguas le obedecen! Los discípulos no acababan de aclararse ante el poder sobrehumano de Jesús. No es que no creyeran que Jesús era el Hijo de Dios, es que no entendían lo que eso significaba. Nos pasa frecuentemente a nosotros algo parecido cuando afirmamos que Jesús es Dios. Como nos ocurre con tantos otros misterios de los que nos habla la teología, los creemos, pero no acabamos nunca de entenderlos. Dios es un misterio y los misterios son racionalmente insolubles. Podemos creerlos o no creerlos, pero nunca entenderlos. Nuestra inteligencia humana está irremediablemente limitada por el espacio y el tiempo que nos envuelven y nos constituyen. Dios no está limitado por el espacio y el tiempo; es inmenso y eterno. En cualquier caso, lo que no debemos hacer nunca los cristianos, ante el misterio, es espantarnos, como hicieron los discípulos

Para nuestra vida
El problema para cada uno de nosotros es que, mientras vivimos en este mundo, no podemos dejar de vivir de alguna manera según la carne. Pablo nos dice que ya no valoremos a nadie según la carne, porque Cristo con su muerte y resurrección nos ha hecho criaturas nuevas. También en este caso, como les pasaba a los discípulos y como le pasaba a Job, es más fácil creerlo que practicarlo.
Nuestro espíritu quiere ser siempre nuevo, pero el cuerpo se resiste y nos resultará siempre difícil vivir como criaturas nuevas. Las palabras que  hemos escuchado en la segunda lectura nos exhortan también a confiar en la presencia del Señor y a renovar nuestra existencia como verdaderos creyentes: “el que vive con Cristo es una criatura nueva” (2 Co 5,17). En la novedad de vida, don de nuestro Señor a los bautizados, ya no hay espacio para las incertidumbres y vacilaciones. La confianza y la paz son el signo de la profunda comunión con Jesucristo, muerto “para que los viven, ya no vivan para sí, sino para el que murió y resucitó por ellos” (2 Co 5, 15).
Ante Cristo cada uno de nosotros debemos poder preguntarnos: ¿Quién es éste, que hasta a la
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muerte vence? ¿Quién es este que resucitando de entre los muertos destruyó el pecado, trajo la paz y reconciliación a los corazones, ha devuelto la dignidad de hijos de Dios a los hombres, ha restaurado la comunión de los hombres con Dios? La Iglesia responde: ¡Es el Señor, el Hijo de Dios vivo, Dios mismo que por la reconciliación del ser humano se ha hecho hombre! Por su Resurrección de entre los muertos el Señor Jesús “ha despertado del sueño profundo”, trayendo la vida nueva a quien cree en Él, de modo que «el que es de Cristo es una criatura nueva. Lo antiguo ha pasado, lo nuevo ha comenzado» (2ª lectura).
¿Cuántas veces le reclamamos al Señor que “Él duerme mientras yo me hundo” en el dolor, en la tristeza o sufrimiento, por alguna situación difícil que estoy pasando? ¿Cuántas veces le reclamo su silencio mientras me golpea el mal, una grave injusticia, una desgracia? ¿Cuántas veces rezo y rezo, le pido e imploro al Señor que me quite de encima una pesada cruz que me deja sin respiración y no pasa nada? Y le digo entonces: “¿Es que no te importa mi sufrimiento? ¿Por qué duermes, mientras la frágil barca de mi vida parece hundirse en medio de estas aguas turbulentas? ¿Dónde estás?”
Y si te parece que duerme o está ausente, a decir de San Agustín, es que Cristo está dormido en ti, es que tu fe está dormida. Por ello, ¡hay que despertar a Cristo en nosotros! ¡Hay que avivar nuestra fe día a día, nutrirla mediante el estudio, hacerla madurar al calor de la oración perseverante, permitir que fructifique poniéndola en práctica!.
La escena evangélica de la barca amenazada por las olas, evoca la imagen de la Iglesia que surca el mar de la historia dirigiéndose hacia el pleno cumplimiento del reino de Dios. Jesús, que ha prometido permanecer con los suyos hasta el final de los tiempos (cf. Mt 29,20), no dejará la nave a la deriva. En los momentos de dificultad y tribulación, sigue oyéndose su voz: “¡ánimo!: yo he vencido al mundo” (Jn 16,33). Es una llamada a reforzar continuamente la fe en Cristo, a no desfallecer en medio de las dificultades. En los momentos de prueba, cuando parece que se cierne la “noche oscura” en su camino, o arrecian la tempestad de las dificultades, la Iglesia sabe que está en buenas manos. Y en la iglesia cada uno de nosotros nos vemos refeljados.

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